El caer del lucero y
el renacer del fénix.
Que las lágrimas de la humanidad
purifiquen esta tierra infesta, lugar donde el indomable león, atormentador de
débiles, tritura a su presa con sus dientes abominables, esparciendo sangre y
dolor en su camino y andar. Sin embargo, el andar del león es detenido por una
furia de langostas hambrientas, que se abalanzan sobre la bestia quien lucha,
en vano y con grandes bramidos, tratando de dispersar a los terribles invasores
en los caminos de su carne. Poco a poco las langostas separan el hueso de la
piel, dejando un vacío de intestinos desperdigados por tierra fértil, cuya
sangre de a poco es evaporada por el calor sofocante de un desierto que se
extiende en el horizonte, formando nubes inmensas sobre un escenario inmortal
donde se nos muestran océanos de cadáveres humanos, que en cuya expresión de
terror aún se logra divisar el batir de unas alas que dividen la esperanza de la
condenación.
Oh númen mío…ya se escuchan las
trompetas…y la canción del juicio final es acompasada con los cánticos de las
almas atormentadas, unas en trance, otras en castigo, y algunas en camino de
una nueva existencia. Que el poder de la verdad me libre de todo temor, oh
inspiración, oh voluntad, y me otorgue la valentía del ángel Metatrón, cuyo
padre fue único y primero, dando lugar a las cosas y a la humanidad, para poder
escribir con las manos temblorosas de mi humana condición, la valentía de aquel
legendario héroe, que sin gran linaje ni saber, escondía el glorioso destino de
unificar toda una liga de seres prodigiosos, guiándolos a través del valle de
las sombras de la muerte, contra la ira del lucero de la mañana.
Los sellos del abismo se vieron
rotos, y los dragones de la muerte atacaron la tierra en medio de llamaradas
azules que libraron la tierra de los putrefactos cadáveres. Una risa se hizo
más grande, atravesando cual filo de helada condición por sobre los demás
cantos de destrucción. Luzbel, Lucifer, aquel hijo del dios viviente, él reía,
el gritaba su victoria, el reclamaba su posición como absoluto amo de la
tierra, agitando todas sus alas dejando caer las plumas de su futuro reino, las
chispas que liberarían la tierra de su viejo brillo, bañado en las lágrimas de
dioses y ángeles pasados, que pasarían a ser las cenizas que construirían su
nuevo imperio de orden absoluto.
Pero en ese momento, cual luz
del sol que atraviesa la nube más densa, se produjo un choque entre las
tinieblas de sangre que cubrían los cielos, liberando un espacio de posibilidad
que Lucifer notó. Ladeando su divino rostro para observar este disturbio, el
aire fue atravesado por el rugir silencioso de diez mil leones, convirtiendo el
aire gélido del ángel caído, en el viento indomable de un huracán. Así fue como
las alas del lucero dejaron de moverse, y las del renacido se movían con vigor
mientras mantenía estampado su poderoso puño en el rostro del enemigo.
Ese, quien de un movimiento, de
un pensar, apartó las nubes infestadas, y trajo el aire a la tierra, se llama
Fixeo, hijo del terrible Leo, domador de leones y devorador de inocentes, y de
Ia, reina de las amazonas desterradas y ama de los esclavos deseosos de su
misericordia. Él, concebido en violación y sucio parto, tocado por el fénix, la
divinidad del tiempo, dueño del futuro y el renacer, instruido por el poderoso
Hércules y el animoso Sansón, el veloz Aquiles, y el estratega Énkidu,
purificado en las lluvias del solemne Tlaloc y en los vientos del creador Quetzalcóatl,
adiestrado en las artes del combate por el mujeriego Zeus y el preciso Odín,
probado por Ra y juzgado por Vishnu. Sólo él, con un poder infame, que se hacía
más grande con cada segundo, movió al autor del apocalipsis, dispuesto a darle
lucha a muerte. Desenvainó la espada Sinkún, forjada por Efesto y los enanos
nórdicos, en las llamas ardientes de los nueve dragones chinos, dotado de las
energías de Tiamat, Plutón, Huitzilopochtli y Ravana, lanzándose en terrible
vuelo, cual águila que va por su presa, hacia Lucifer.
Él ángel lanzó sus mil lanzas
contra Fixeo, quien con el escudo de Ganesha, logró bloquear apenas para llegar
a tierra y correr cual Aquiles entre los campamentos Troyanos, ¡ah con qué
vigor corriste noble héroe!, porque si bien no diste golpe alguno al ángel,
lograste salvaguardar una palomilla atrapada entre las extremidades de un
cadáver que reconociste como el poeta Dantesco, aquel con quien pasaste tus
años de exilio, comentando sobre diferentes ciencias y artes, hasta que lo viste
partir su viaje hacia su amada. “¿Encontrase a Dios, viejo amigo?” te
preguntaste en silencio, distraído, sólo para recibir una lluvia de sangre por
parte del maldecido.
“¡Miserable animal! No eres
digno ni para ser el alimento de Cancerbero. Pero te juro por la memoria de
Virgilio, que honraré su tumba con una epopeya donde se narre el cómo mi espada
cortaron tus alas celestiales”.
“No me asustas, Fixeo, hijo del devorador. Tus constantes
amenazas no van más allá que las de un niño riñendo a su padre. Muéstrame de
qué eres capaz.
Fixeo atacó con los mil golpes
de Arjuna, con la patada de Heracles, la embestida de Eneas, pero nada sirvió
para hacer retroceder al ángel. Lucifer llegó a él, atrapando la mano que
portaba la espada de los dioses antiguos. Rápidamente trituró músculos y
tejidos, haciendo que su espada cayera por los abismos que se habían formado en
toda la tierra. Con un rápido movimiento, delicado como el aleteo de una
paloma, Lucifer atravesó con su sable en el cuerpo de Fixeo, deslizando el silencioso
filo cual serpiente en el grato espacio del edén, tentando a sus últimos
alientos a salir de su carne castigada, cual primeros seres expulsados del
lugar propicio. Fixeo sintió el metal infernal atravesar su carne, y sentía el
beso de la muerte deslizándose tentadoramente por su cuello, enfriando sus
sentidos. La mirada del ángel mostraba compasión, cierto aire solemne, pero se
desfiguró a una mueca de placer al notar como el héroe abandonaba de a poco, el
mundo terrenal.
En su inocente entender, había
luchado, y había perdido, y todo parecía tan trivial, hasta que en su mano,
durante un segundo, sus dedos flaquearon soltando a la inocente palomilla, aún
incapaz para volar. Sus ojos inmediatamente se abrieron, tomando a la palomilla
nuevamente y extendiendo sus alas hasta que ambos cuerpos, los del ángel y el
mortal, se vieron envueltos entre plumas llameantes. Los gritos del ángel en
ese momento, númen mío, serán recordados hasta la eternidad, dejando en las
mentes y deseos de los futuros escribas, un profundo silencio, exactamente
igual como el que hubo en aquel campo apocalíptico, cuando ambos seres fueron
cubiertos por las llamas sagradas de tiempos inmemoriales, dejando el aleteo
juguetón de una palomilla malherida, que silenció el sonido de las trompetas
que anunciaron el final.
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