La guardiana de la orquídea eterna.
El
hielo, fue el principio. Antes de lo creado, cuando las necróticas y danzantes
esencias amorfas del caos reinaban la existencia, y las llamadas palabras
apenas eran sonidos vacilantes, existió Líe, cuya forma era el frío abrazador
de la ausencia y la soledad. Pero en un día, o lo que podemos entender por ese
tiempo, cuentan los estudiosos pasados de ese mito, Líe observó el espacio
amorfo que le rodeaba, y dijo: “hágase el
calor”. Un fuego primordial fue disparado de su interior, apartando las
sombras, trayendo consigo el universo, los planetas, los seres vivientes, e
implícito, tanto el cálido día, como la helada noche.
Se
sabe que en los mismos principios de la historia humana, cuando llegaban las
primeras formas de vida en la tierra, ante el frío y calor que constantemente
alternaban su lugar en la naturaleza, nacieron los primeros seres de la larga
estirpe que puebla el mundo. Macho y hembra los conocimos, hermano y hermana
para muchos, los conocedores de las fuerzas elementales y constructores de
herramientas que han evolucionado hasta nuestros días. El hermano, llamado Yu,
y la hermana, llamada Jin, compartían las tierras por las que ambos surcaban;
el primero, curiosamente, tenía una tendencia a la conquista y la superioridad,
mientras que la segunda, yacía más en el cultivo, e inicios significativos del
arte. Poco a poco, los hermanos entraron en terrible conflicto, porque donde
una quería creación, el otro le satisfacía la destrucción, acentuado aún más
según nos dejan las leyendas, cuando encontraron la llamada orquídea luminosa.
Como el más perfecto rayo atrapado en el tiempo, o el viento más dulce captado
por las sensaciones, la brillosa planta era un deleite a la vista, un placer
inexplicable; ambos hermanos, por primera vez, conocieron el deseo. Yu, en su
codicia, deseaba apoderarse de tal flor, pero ante fuerzas aún inexplicables
para ese entonces, Jin, su hermana, sintió cómo la misma orquídea le pedía que
la protegiera. La hembra se la llevó, aún en contra de la furia de su hermano,
y en contra del dolor que le provocaba abandonar a su única familia. Él juró
venganza donde ella pidió piedad, naciendo así, a pesar de la distancia entre
ellos, un conflicto cantado hasta nuestros días. Yu, el conquistador, el codicioso y el
destructor, se unió a las bestias de los bosques, creando su nueva estirpe;
Jin, la piadosa, la sabia y la protectora, se unió a las plantas, alumbrando al
mundo con su progenie.
Los
segundos, transformándose en perdurables años, permitieron el avance de la
especie, adquiriendo cada vez mayor complejidad en sus labores. Hijos de los
hermanos proliferaron en la tierra, siempre educados en esa horrenda rivalidad,
siempre aprendiendo su supuesto lugar en la vida, siempre en un eterno
conflicto. Los hijos e hijas de Yu, arrogantes y despiadados, en constante
crecimiento sobre las formas de la guerra, buscaban continuos conflictos con
sus parientes, mientras que éstos, dotados de gracia, magnanimidad, y una sutileza
única con la que realizaban artesanías, trataban de hacer entender a sus familiares
la importancia de preservar la belleza de la vida. Pero poco a poco, cayendo en
la desesperanza, siempre sufriendo la perdida de seres queridos ante la brutalidad
estúpida de sus hermanos, con el deber
susurrante dictado por la orquídea sobre su protección, hijos e hijas de Jin
emigraron a las partes más recónditas de la tierra, aquellos fragmentos donde
el toque de Líe, portadora del frío, creadora del calor, madre misma de la
naturaleza, aún estaba presente. Con sus conocimientos impresionantes de
mecánica y habilidad creadora, hicieron posible el surgimiento de un fuerte
blindado, una fortaleza amurallada de hielo, cuyo interior preservaría siempre
la razón de tantas guerras.
Dichos
cuentos eran apenas un silbido tenue en los oídos de Shylin, que apenas le
recordaban los tiempos de su niñez, instantes de alegría y gozo antes de
conocer la verdadera cara del mundo, antes de haber jurado al pacto de su
familia, antes de haber sido la guardiana de la orquídea eterna. Sus suspicaces
ojos amarillos se paseaban por el nevoso horizonte, mientras sus largos
cabellos rojos se arremolinaban llameantes debido a los veloces vientos de las
montañas heladas en las que yacía. El beso frío de aquellas regiones no
afectaba su acostumbrado cuerpo, muy a pesar del ceñido corsé que usaba sobre
unas ropas blancas y negras de tela suave, y unos pantalones flexibles que le
permitían mayor movilidad para la lucha. Al advenimiento de algunos rugidos en
la lejanía, ella apretó la empuñadura de su espada, forjada por mano propia,
preparándose para la lucha regular.
Eran apenas unos cuantos
guerreros, todos hijos e hijas de Yu, aunque eran más que el grupo anterior,
bien lo supo por su habilidad de sentir la amenaza del enemigo. A las espaldas
de la guerrera, yacía la legendaria fortaleza de hielo, que hacía las veces de
un enorme castillo blanco, cuyo interior preservaba una riqueza milenaria, por
lo que no estaba dispuesta a dejar pasar a ningún ser con intenciones de
conquista. Ante ella, llegaron sus enemigos, algunos en forma humana, otros en
una forma más animal, y aquellos especiales que permanecían en un constante
estado entre los dos. Las historias que circundaban acerca de la fuerza
prominente de Shylin, eran bien recordadas por los invasores que yacían ante su
puerta, por lo que algunos guerreros se atemorizaron deteniéndose al instante,
mientras que las guerreras apuntaban desde lejos con arco y flechas hacia
varios ángulos posibles. Ante la cobardía de su ejército, una mujer, la general
suponía la guardiana, se abrió paso entre los demás, encarando a su próximo
adversario:
—¡Tú, hija de Jin! Yo soy
Luvia, hija de Yu, por lo que nuestra enemistad es indiscutible —bramó aquella
mujer frente a su ejército—. Pero hoy, estoy dispuesta a mostrar piedad, y
darte la oportunidad de mostrar cordura. Entrega las riquezas que yacen en tu
castillo. De lo contrario, mi ejército arrasará con tu fortaleza.
Shylin
se mostró indignada ante la arrogancia de sus atacantes, siendo que a pesar de
que el objetivo era el mismo, no reconocían la importancia de lo que trataban
de robar. La guardiana vociferó su rabia contra aquellos ignorantes, ganándose
sus risas a pesar de sus amenazas. Luvia se regodeó ante tal acto de valentía,
por lo que inmediatamente llamó a su ejército para un primer ataque. Pero justo
antes de que las últimas palabras salieran de sus labios, escuchó al aire
silbar justo en sus oídos, dándose cuenta que la mitad de sus tropas, habían
sido cortadas en pedazos. La espada de Shylin apuntaba a la nieve de los
alrededores, luego de su primera jugada, la cual prosiguió a la segunda después
de los gritos desgarradores de los guerreros, ante el horror de vérselas con
tan poderoso enemigo. Insultos y risas se convirtieron en súplicas y lágrimas,
de las cuales, ninguna perduró después del flotante silencio, testigo de la
nieve enrojecida.
El
aire fue un alivio para el sudor que poblaba su frente, mientras que su aliento
visible trataba de recuperar su común armonía. Recordó las palabras de sus
adversarios caídos, y la palabra piedad retumbaba dentro de su mente. Si,
Shylin hace mucho tiempo conoció la piedad, la inocencia, y el cariñó
distinguible de su linaje, de su especie, de su familia…pero eso fue hace mucho
tiempo, mucho antes de conocer la traición, la violencia, la amargura, la
muerte de sus seres amados, y lo que implicaba llevar un deber en sus hombros. Siete
largos años de entrenamiento, siete largos años de preparación que la llevaron
a ser la mujer que es hoy en día, comparable a la espada más sublime y al
escudo más resistente. En sus inicios, mantener el lugar a salvo le resultaba
difícil, siendo que en varias ocasiones incluso casi pierde la vida, pero poco
a poco fue mejorando, superándose, hasta hacer de esta actividad de protección
casi un deporte, indiferente de las vidas que le suplicaban un cese al dolor.
Así su ideal: si a ella le fue negada la piedad, ¿por qué debía concederla?
Largo el tiempo que ha pasado en este asunto, tanto tiempo ha requerido la
protección de aquello que jamás ha presenciado, la orquídea eterna que, según
la profecía pasada de generación a generación, esperaría al llamado “elegido”,
que activaría sus verdaderos poderes. La pregunta prevalecía: ¿hasta cuándo
aparecería esa persona?, ¿quién sería?, ¿ella estaría viva para verlo?
Desconocía toda respuesta, preocupándose más por mantener su labor divina.
Sin
importar haberse mantenido en un rincón alejado del mundo, ella ha llegado a
presenciar el paseo de diversos extraños, que le hicieron dudar sobre la
llegada de aquel anhelado momento. Algunos de esos individuos eran estafadores
que sólo les interesaba obtener el maravilloso tesoro por infinita codicia;
otros poseían la valentía necesaria para enfrentarse a la adversidad, aunque la
orquídea no reaccionaba ante tales proezas; y aquellos individuos misteriosos,
que bien pudieron obtener el anhelado tesoro con una sola muestra de su gran
poder, pasaban de largo el castillo ante el poco interés que aquello les
inspiraba.
La
quietud conquistaba los días, y el tedio era cada vez más fructífero, pero
antes de cerrar sus ojos a un paisaje que se creía inalterable, una visita
inesperada, producto del total azar, irrumpió en las puertas del castillo
blanco. Mientras Shylin reposaba unos segundos en el interior del fuerte,
alejada de los auténticos misterios de su interior, al estar siempre alerta del
horizonte, una figura despertó sus sentidos, cuya apariencia descartó la
posibilidad de un enfrentamiento: se trataba de un muchacho con piel
achocolatada, ropajes verdes, cabellos rojos, y ojitos azulados, que le pidió a
la guardiana cobijo por algunas noches, debido al camino recorrido sin
descanso, y las bajas temperaturas que castigaban su cuerpo. Sin vacilación, la
guerrera se negó a dejar un aposento para el curioso visitante, por lo que simplemente
lo dejó afuera, ignorando cómo éste trataba de cubrirse del terrible frío en
los escalones del fuerte. “Su nombre o
linaje no me importan”, pensó Shylin, “Es
un hijo de Yu, como el resto de su estirpe”.
Aunque
su corazón frío impedía la entrada de nuevos individuos a sus pensares, siendo
las emociones tan esquivas, en una fracción del tiempo, la guerrera jugó con la
posibilidad de la profecía, pero la descartaba ante la apariencia del ser, siendo
que aunque la llegada de aquel milagroso esperado sería sorpresiva, no podría
ligarse a un semblante tan ridículo. En los siguientes días, se mantuvieron las
actividades peculiares, mientras que aquel chico, cuyo nombre era Vulcdren,
siempre le dedicaba una sonrisa sincera. Él era hijo de Yu, el primer hermano,
del linaje de las bestias, pero a diferencia de sus semejantes, el susodicho
poseía una perspectiva singular, considerándose a sí mismo hijo de la propia
naturaleza que concibió a los dos hermanos.
Ella no tardó en mostrarle
lo avanzaba que era en el arte de la lucha, cosa a la que él se mantenía
observador y en silencio, con un aire más bien juguetón, causando un tanto la
molestia de nuestra heroína, aunque también su curiosidad. Él muchas veces
presenció las batallas de Shylin, cerciorándose siempre de no terminar en el
fuego cruzado, y evitar el conflicto en todo momento:
—Noto
por tus acciones cobardes, ¡que nunca has estado en una batalla! —le incriminó
la pelirroja con indignación.
—Las
interminables batallas son para quienes toman la senda del eterno dolor —dijo
Vulcdren en su defensa, mientras salía de la nieve de donde se había ocultado—.
Compadezco las cicatrices que existen en tu alma para que uses ese tono tan
rabioso.
—¡No
necesito tu compasión, animal! —le gritó enojada Shylin—. Desconozco el motivo
de no cortar tu garganta durante la primera noche.
—Quizás
reconoces un vínculo en mí, guardiana.
—Tonterías…
Sin
embargo la guerrera se sentía conmocionada por nuevas sensaciones que la
invadían, o al menos, lo que ella entendía por nuevas, cuando en realidad, eran
sensaciones que hace mucho tiempo decidió suprimir. Los vientos soplaban con
naturalidad, y Vulcdren, recibiéndolos con cansancio, intentaba resguardarse a
toda costa. La guardiana no movía un dedo para ayudarlo, pero tampoco movía un
dedo para ponerle fin a su vida, ya que su sola presencia la llevaba a un
letargo de indecisión, al sentir los recuerdos despertar en una vorágine
hambrienta dentro de su mente, visualizando destrucción, traiciones, odio, pero
también, ciertos momentos de sincera alegría…incluso esperanza. Siendo
silencioso testigo de su persistencia contra los vientos helados, y las pocas
ideas espirituales que ha compartido, casi provocan una sonrisa en su gélido
rostro…pero ella es quien es, por lo que decide enterrar tales pensamientos con
la misma nieve que la ha rodeado desde tiempos antiguos.
Así
proseguía este eterno baile, pasando de heladas noches a confortables mañanas,
donde una sincera sonrisa de agradecimiento brotaba de los labios del chico,
hacia la indiferente protectora. Los insultos poco a poco se sumieron en una
gran tranquilidad, una convivencia talvez inconsciente entre ambos, llegando a
un discutible aprecio mutuo. “¿Será el
elegido?”, esa era la cuestión sin resolver, por lo que Shylin intentó
descubrirlo a través de la lucha, cosa a la que Vulcdren se negó afirmando que
jamás pelearía con quien se encuentra agradecido. La quietud, una vez más,
apenas volvía, pero el tiempo, sabedor del acontecer próximo en el plano
mortal, daba señales a los alrededores de ese rincón del mundo, sobre el
advenimiento de otro combate.
Hijos
e hijas de Yu, hermanos y hermanas destructores por igual, en mayor número que
veces anteriores, deseaban no sólo arrasar el castillo blanco, sino también
extinguir la vida de su guardiana. La batalla, más dura que el pasado, ponía en
apuros a la última hija de Jin, por lo que en un acto único de imprudencia, pero
de indiscutible valentía, Vulcdren intervino, salvando la vida de la
guardiana…aún a costa de la suya.
La
visión terrorífica de ver a un ser querido atravesado por el acero duro de una
batalla, reconociendo especialmente cómo la vida de aquellos ojos tan cercanos
jamás volverían a mirar hacia ti, provocó en la guerrera un desatado
sentimiento de venganza, y una furia ciega que dio a probar a todo aquel que se
interpusiera en su camino. Hijos e hijas, hermanos y hermanas, todos tiñeron
con su sangre la blanca nieve, cuyo contacto tibio con la frialdad suave,
alzaba una niebla espectral en el campo de batalla, formando figuras
fantasmales donde Shylin creyó reconocer cada momento de su cruel pasado en las
matanzas cometidas por mano propia.
Vulcdren, finalmente, fue
llevado adentro del castillo, donde nuestra heroína intentó salvarlo, pero el
cuerpo del chico le avisó, tristemente, que no estaba diseñado para soportar
tan bajas temperaturas, que sumado a las heridas, sus horas habían sido
contadas. Shylin maldijo su destino, como desde pequeña lo había hecho, cada
persona importante para ella, cada conexión realizada con sus semejantes,
destruida por los azares del conflicto absurdo con el que fueron creados. Aún
así, el orgullo de la guardiana se mostraba altivo, por lo que disimulando su
dolor, recriminaba al susodicho el no haber seguido su jornada, en lugar de
haber esperado un consuelo que jamás llegaría. Vulcdren, juguetón hasta el final,
testarudo e inocente, sonrió a la guerrera, pidiéndole que no disimulara su
dolor. “¡No puedes irte todavía!”, le
gritaba con furia, con toda la impotencia de ver morir con lentitud al primer
ser que la había hecho recordar los dulces sentires de su pasado. Aunque su
lado de guerrera le otorgaba la madurez necesaria de aceptar esta muerte, la
inocencia despierta luego de tantos años de cautiverio le movía a decir que
quería permanecer a su lado, que quería conocerlo más, que quería que la
conexión entre ellos no le abandonase:
—Yo también… —dijo
Vulcdren en el fin de sus días—. La vida toma caminos inesperados…agradezco tu
protección…y también, finalmente…ver la calidez en tu mirada.
Shylin
no se había dado cuenta que sus ojos lanzaban copiosas lágrimas, ardientes y
grandes, provocando que el gélido rostro de la guardiana reflejara el dolor
escondido desde hace tantos años. Abrazó el cuerpo sin vida de aquel juguetón
sonriente, de aquel hermano unido a ella, aquel idealista de sus origines, y de
aquel que amó sin saberlo hasta su inevitable final.
De
pronto, las puertas del castillo se abrieron sorpresivamente, como si
reaccionaran de manera natural al dolor de la guerrera, anunciándole un camino
por corredores misteriosos. Dejando, no sin pesar, el cuerpo de su amado,
observando nostálgicamente una última sonrisa en su rostro, se dispuso a
marchar hacia los interiores de la fortaleza, casi siendo empujada a cada paso
por una fuerza invisible. Llegando ante unas puertas fortificadas, omitió
hacerse la pregunta de lo que le esperaba en el otro lado, ya que una voz
susurrante dentro de sus pensamientos le avisaba sobre su certero futuro.
Abriéndose
las enormes puertas, lo primero que captó su atención fue el brillo azulado en
el centro del gran lugar, en medio de dos enormes estatuas, una de un hombre y
la otra de una mujer, los primeros hermanos, Yu y Jin, ella suponía.
Cuando
dio el primer paso, un dolor punzante le recordó que Vulcdren había muerto, y
todas las lágrimas que aún permanecían en su rostro no le eran suficientes para
mitigar tal culpa. Pero así, continuó su camino, hasta estar frente al objeto
que había protegido todos estos años, frente a la orquídea eterna a la espera
de su auténtico dueño. Un silencio la mantuvo a la expectativa, ya que aquella
voz susurrante la abandonó hace poco, pero el instinto surgido de años de
dolor, le movieron a decidirse, alzando la mano hacia la brillosa planta. El
brillo la inundó, y tal fue su poder que la orquídea se desvaneció en el aire,
comenzando así los temblores que provocaban la lenta destrucción del castillo a
su alrededor. En ese momento lo supo: que ella, Shylin, hija del mundo ante sus
ojos, era la verdadera elegida de ese poder.
Una
vez que los vientos helados chocaron nuevamente contra su rostro, viéndose
libre de su prisión mental, supo lo que tenía que hacer. ¿Qué poder milenario
acababa de recibir?, ¿qué significado tuvo esperar tanto tiempo?, más preguntas
le acercaban a una certera verdad: como lo que sucede entre el día y la noche,
el ocaso representaba el fin de una cosa y el nacimiento de una nueva, así la
sensación de la guardiana. El eterno conflicto estaba lejos de finalizar, pero
ahora en su vivir, ante un mundo de confines abandonados, sintió incluso cómo
su frío corazón, latía ardiente en su pecho, recuperando aquella extraña
calidez, y aquella discreta sonrisa que le devolvía la esperanza, una vez más.
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