miércoles, 27 de abril de 2016

Un cuento más.

La guardiana de la orquídea eterna.


El hielo, fue el principio. Antes de lo creado, cuando las necróticas y danzantes esencias amorfas del caos reinaban la existencia, y las llamadas palabras apenas eran sonidos vacilantes, existió Líe, cuya forma era el frío abrazador de la ausencia y la soledad. Pero en un día, o lo que podemos entender por ese tiempo, cuentan los estudiosos pasados de ese mito, Líe observó el espacio amorfo que le rodeaba, y dijo: “hágase el calor”. Un fuego primordial fue disparado de su interior, apartando las sombras, trayendo consigo el universo, los planetas, los seres vivientes, e implícito, tanto el cálido día, como la helada noche.
Se sabe que en los mismos principios de la historia humana, cuando llegaban las primeras formas de vida en la tierra, ante el frío y calor que constantemente alternaban su lugar en la naturaleza, nacieron los primeros seres de la larga estirpe que puebla el mundo. Macho y hembra los conocimos, hermano y hermana para muchos, los conocedores de las fuerzas elementales y constructores de herramientas que han evolucionado hasta nuestros días. El hermano, llamado Yu, y la hermana, llamada Jin, compartían las tierras por las que ambos surcaban; el primero, curiosamente, tenía una tendencia a la conquista y la superioridad, mientras que la segunda, yacía más en el cultivo, e inicios significativos del arte. Poco a poco, los hermanos entraron en terrible conflicto, porque donde una quería creación, el otro le satisfacía la destrucción, acentuado aún más según nos dejan las leyendas, cuando encontraron la llamada orquídea luminosa. Como el más perfecto rayo atrapado en el tiempo, o el viento más dulce captado por las sensaciones, la brillosa planta era un deleite a la vista, un placer inexplicable; ambos hermanos, por primera vez, conocieron el deseo. Yu, en su codicia, deseaba apoderarse de tal flor, pero ante fuerzas aún inexplicables para ese entonces, Jin, su hermana, sintió cómo la misma orquídea le pedía que la protegiera. La hembra se la llevó, aún en contra de la furia de su hermano, y en contra del dolor que le provocaba abandonar a su única familia. Él juró venganza donde ella pidió piedad, naciendo así, a pesar de la distancia entre ellos, un conflicto cantado hasta nuestros días.  Yu, el conquistador, el codicioso y el destructor, se unió a las bestias de los bosques, creando su nueva estirpe; Jin, la piadosa, la sabia y la protectora, se unió a las plantas, alumbrando al mundo con su progenie. 
Los segundos, transformándose en perdurables años, permitieron el avance de la especie, adquiriendo cada vez mayor complejidad en sus labores. Hijos de los hermanos proliferaron en la tierra, siempre educados en esa horrenda rivalidad, siempre aprendiendo su supuesto lugar en la vida, siempre en un eterno conflicto. Los hijos e hijas de Yu, arrogantes y despiadados, en constante crecimiento sobre las formas de la guerra, buscaban continuos conflictos con sus parientes, mientras que éstos, dotados de gracia, magnanimidad, y una sutileza única con la que realizaban artesanías, trataban de hacer entender a sus familiares la importancia de preservar la belleza de la vida. Pero poco a poco, cayendo en la desesperanza, siempre sufriendo la perdida de seres queridos ante la brutalidad estúpida de sus hermanos,  con el deber susurrante dictado por la orquídea sobre su protección, hijos e hijas de Jin emigraron a las partes más recónditas de la tierra, aquellos fragmentos donde el toque de Líe, portadora del frío, creadora del calor, madre misma de la naturaleza, aún estaba presente. Con sus conocimientos impresionantes de mecánica y habilidad creadora, hicieron posible el surgimiento de un fuerte blindado, una fortaleza amurallada de hielo, cuyo interior preservaría siempre la razón de tantas guerras.
Dichos cuentos eran apenas un silbido tenue en los oídos de Shylin, que apenas le recordaban los tiempos de su niñez, instantes de alegría y gozo antes de conocer la verdadera cara del mundo, antes de haber jurado al pacto de su familia, antes de haber sido la guardiana de la orquídea eterna. Sus suspicaces ojos amarillos se paseaban por el nevoso horizonte, mientras sus largos cabellos rojos se arremolinaban llameantes debido a los veloces vientos de las montañas heladas en las que yacía. El beso frío de aquellas regiones no afectaba su acostumbrado cuerpo, muy a pesar del ceñido corsé que usaba sobre unas ropas blancas y negras de tela suave, y unos pantalones flexibles que le permitían mayor movilidad para la lucha. Al advenimiento de algunos rugidos en la lejanía, ella apretó la empuñadura de su espada, forjada por mano propia, preparándose para la lucha regular.
Eran apenas unos cuantos guerreros, todos hijos e hijas de Yu, aunque eran más que el grupo anterior, bien lo supo por su habilidad de sentir la amenaza del enemigo. A las espaldas de la guerrera, yacía la legendaria fortaleza de hielo, que hacía las veces de un enorme castillo blanco, cuyo interior preservaba una riqueza milenaria, por lo que no estaba dispuesta a dejar pasar a ningún ser con intenciones de conquista. Ante ella, llegaron sus enemigos, algunos en forma humana, otros en una forma más animal, y aquellos especiales que permanecían en un constante estado entre los dos. Las historias que circundaban acerca de la fuerza prominente de Shylin, eran bien recordadas por los invasores que yacían ante su puerta, por lo que algunos guerreros se atemorizaron deteniéndose al instante, mientras que las guerreras apuntaban desde lejos con arco y flechas hacia varios ángulos posibles. Ante la cobardía de su ejército, una mujer, la general suponía la guardiana, se abrió paso entre los demás, encarando a su próximo adversario:

—¡Tú, hija de Jin! Yo soy Luvia, hija de Yu, por lo que nuestra enemistad es indiscutible —bramó aquella mujer frente a su ejército—. Pero hoy, estoy dispuesta a mostrar piedad, y darte la oportunidad de mostrar cordura. Entrega las riquezas que yacen en tu castillo. De lo contrario, mi ejército arrasará con tu fortaleza.

Shylin se mostró indignada ante la arrogancia de sus atacantes, siendo que a pesar de que el objetivo era el mismo, no reconocían la importancia de lo que trataban de robar. La guardiana vociferó su rabia contra aquellos ignorantes, ganándose sus risas a pesar de sus amenazas. Luvia se regodeó ante tal acto de valentía, por lo que inmediatamente llamó a su ejército para un primer ataque. Pero justo antes de que las últimas palabras salieran de sus labios, escuchó al aire silbar justo en sus oídos, dándose cuenta que la mitad de sus tropas, habían sido cortadas en pedazos. La espada de Shylin apuntaba a la nieve de los alrededores, luego de su primera jugada, la cual prosiguió a la segunda después de los gritos desgarradores de los guerreros, ante el horror de vérselas con tan poderoso enemigo. Insultos y risas se convirtieron en súplicas y lágrimas, de las cuales, ninguna perduró después del flotante silencio, testigo de la nieve enrojecida. 
El aire fue un alivio para el sudor que poblaba su frente, mientras que su aliento visible trataba de recuperar su común armonía. Recordó las palabras de sus adversarios caídos, y la palabra piedad retumbaba dentro de su mente. Si, Shylin hace mucho tiempo conoció la piedad, la inocencia, y el cariñó distinguible de su linaje, de su especie, de su familia…pero eso fue hace mucho tiempo, mucho antes de conocer la traición, la violencia, la amargura, la muerte de sus seres amados, y lo que implicaba llevar un deber en sus hombros. Siete largos años de entrenamiento, siete largos años de preparación que la llevaron a ser la mujer que es hoy en día, comparable a la espada más sublime y al escudo más resistente. En sus inicios, mantener el lugar a salvo le resultaba difícil, siendo que en varias ocasiones incluso casi pierde la vida, pero poco a poco fue mejorando, superándose, hasta hacer de esta actividad de protección casi un deporte, indiferente de las vidas que le suplicaban un cese al dolor. Así su ideal: si a ella le fue negada la piedad, ¿por qué debía concederla? Largo el tiempo que ha pasado en este asunto, tanto tiempo ha requerido la protección de aquello que jamás ha presenciado, la orquídea eterna que, según la profecía pasada de generación a generación, esperaría al llamado “elegido”, que activaría sus verdaderos poderes. La pregunta prevalecía: ¿hasta cuándo aparecería esa persona?, ¿quién sería?, ¿ella estaría viva para verlo? Desconocía toda respuesta, preocupándose más por mantener su labor divina.
Sin importar haberse mantenido en un rincón alejado del mundo, ella ha llegado a presenciar el paseo de diversos extraños, que le hicieron dudar sobre la llegada de aquel anhelado momento. Algunos de esos individuos eran estafadores que sólo les interesaba obtener el maravilloso tesoro por infinita codicia; otros poseían la valentía necesaria para enfrentarse a la adversidad, aunque la orquídea no reaccionaba ante tales proezas; y aquellos individuos misteriosos, que bien pudieron obtener el anhelado tesoro con una sola muestra de su gran poder, pasaban de largo el castillo ante el poco interés que aquello les inspiraba.
La quietud conquistaba los días, y el tedio era cada vez más fructífero, pero antes de cerrar sus ojos a un paisaje que se creía inalterable, una visita inesperada, producto del total azar, irrumpió en las puertas del castillo blanco. Mientras Shylin reposaba unos segundos en el interior del fuerte, alejada de los auténticos misterios de su interior, al estar siempre alerta del horizonte, una figura despertó sus sentidos, cuya apariencia descartó la posibilidad de un enfrentamiento: se trataba de un muchacho con piel achocolatada, ropajes verdes, cabellos rojos, y ojitos azulados, que le pidió a la guardiana cobijo por algunas noches, debido al camino recorrido sin descanso, y las bajas temperaturas que castigaban su cuerpo. Sin vacilación, la guerrera se negó a dejar un aposento para el curioso visitante, por lo que simplemente lo dejó afuera, ignorando cómo éste trataba de cubrirse del terrible frío en los escalones del fuerte. “Su nombre o linaje no me importan”, pensó Shylin, “Es un hijo de Yu, como el resto de su estirpe”.
Aunque su corazón frío impedía la entrada de nuevos individuos a sus pensares, siendo las emociones tan esquivas, en una fracción del tiempo, la guerrera jugó con la posibilidad de la profecía, pero la descartaba ante la apariencia del ser, siendo que aunque la llegada de aquel milagroso esperado sería sorpresiva, no podría ligarse a un semblante tan ridículo. En los siguientes días, se mantuvieron las actividades peculiares, mientras que aquel chico, cuyo nombre era Vulcdren, siempre le dedicaba una sonrisa sincera. Él era hijo de Yu, el primer hermano, del linaje de las bestias, pero a diferencia de sus semejantes, el susodicho poseía una perspectiva singular, considerándose a sí mismo hijo de la propia naturaleza que concibió a los dos hermanos.
Ella no tardó en mostrarle lo avanzaba que era en el arte de la lucha, cosa a la que él se mantenía observador y en silencio, con un aire más bien juguetón, causando un tanto la molestia de nuestra heroína, aunque también su curiosidad. Él muchas veces presenció las batallas de Shylin, cerciorándose siempre de no terminar en el fuego cruzado, y evitar el conflicto en todo momento:

—Noto por tus acciones cobardes, ¡que nunca has estado en una batalla! —le incriminó la pelirroja con indignación.
—Las interminables batallas son para quienes toman la senda del eterno dolor —dijo Vulcdren en su defensa, mientras salía de la nieve de donde se había ocultado—. Compadezco las cicatrices que existen en tu alma para que uses ese tono tan rabioso.
—¡No necesito tu compasión, animal! —le gritó enojada Shylin—. Desconozco el motivo de no cortar tu garganta durante la primera noche.
—Quizás reconoces un vínculo en mí, guardiana.
—Tonterías…

Sin embargo la guerrera se sentía conmocionada por nuevas sensaciones que la invadían, o al menos, lo que ella entendía por nuevas, cuando en realidad, eran sensaciones que hace mucho tiempo decidió suprimir. Los vientos soplaban con naturalidad, y Vulcdren, recibiéndolos con cansancio, intentaba resguardarse a toda costa. La guardiana no movía un dedo para ayudarlo, pero tampoco movía un dedo para ponerle fin a su vida, ya que su sola presencia la llevaba a un letargo de indecisión, al sentir los recuerdos despertar en una vorágine hambrienta dentro de su mente, visualizando destrucción, traiciones, odio, pero también, ciertos momentos de sincera alegría…incluso esperanza. Siendo silencioso testigo de su persistencia contra los vientos helados, y las pocas ideas espirituales que ha compartido, casi provocan una sonrisa en su gélido rostro…pero ella es quien es, por lo que decide enterrar tales pensamientos con la misma nieve que la ha rodeado desde tiempos antiguos.
Así proseguía este eterno baile, pasando de heladas noches a confortables mañanas, donde una sincera sonrisa de agradecimiento brotaba de los labios del chico, hacia la indiferente protectora. Los insultos poco a poco se sumieron en una gran tranquilidad, una convivencia talvez inconsciente entre ambos, llegando a un discutible aprecio mutuo. “¿Será el elegido?”, esa era la cuestión sin resolver, por lo que Shylin intentó descubrirlo a través de la lucha, cosa a la que Vulcdren se negó afirmando que jamás pelearía con quien se encuentra agradecido. La quietud, una vez más, apenas volvía, pero el tiempo, sabedor del acontecer próximo en el plano mortal, daba señales a los alrededores de ese rincón del mundo, sobre el advenimiento de otro combate.
Hijos e hijas de Yu, hermanos y hermanas destructores por igual, en mayor número que veces anteriores, deseaban no sólo arrasar el castillo blanco, sino también extinguir la vida de su guardiana. La batalla, más dura que el pasado, ponía en apuros a la última hija de Jin, por lo que en un acto único de imprudencia, pero de indiscutible valentía, Vulcdren intervino, salvando la vida de la guardiana…aún a costa de la suya.
La visión terrorífica de ver a un ser querido atravesado por el acero duro de una batalla, reconociendo especialmente cómo la vida de aquellos ojos tan cercanos jamás volverían a mirar hacia ti, provocó en la guerrera un desatado sentimiento de venganza, y una furia ciega que dio a probar a todo aquel que se interpusiera en su camino. Hijos e hijas, hermanos y hermanas, todos tiñeron con su sangre la blanca nieve, cuyo contacto tibio con la frialdad suave, alzaba una niebla espectral en el campo de batalla, formando figuras fantasmales donde Shylin creyó reconocer cada momento de su cruel pasado en las matanzas cometidas por mano propia.
Vulcdren, finalmente, fue llevado adentro del castillo, donde nuestra heroína intentó salvarlo, pero el cuerpo del chico le avisó, tristemente, que no estaba diseñado para soportar tan bajas temperaturas, que sumado a las heridas, sus horas habían sido contadas. Shylin maldijo su destino, como desde pequeña lo había hecho, cada persona importante para ella, cada conexión realizada con sus semejantes, destruida por los azares del conflicto absurdo con el que fueron creados. Aún así, el orgullo de la guardiana se mostraba altivo, por lo que disimulando su dolor, recriminaba al susodicho el no haber seguido su jornada, en lugar de haber esperado un consuelo que jamás llegaría. Vulcdren, juguetón hasta el final, testarudo e inocente, sonrió a la guerrera, pidiéndole que no disimulara su dolor. “¡No puedes irte todavía!”, le gritaba con furia, con toda la impotencia de ver morir con lentitud al primer ser que la había hecho recordar los dulces sentires de su pasado. Aunque su lado de guerrera le otorgaba la madurez necesaria de aceptar esta muerte, la inocencia despierta luego de tantos años de cautiverio le movía a decir que quería permanecer a su lado, que quería conocerlo más, que quería que la conexión entre ellos no le abandonase:

—Yo también… —dijo Vulcdren en el fin de sus días—. La vida toma caminos inesperados…agradezco tu protección…y también, finalmente…ver la calidez en tu mirada.

Shylin no se había dado cuenta que sus ojos lanzaban copiosas lágrimas, ardientes y grandes, provocando que el gélido rostro de la guardiana reflejara el dolor escondido desde hace tantos años. Abrazó el cuerpo sin vida de aquel juguetón sonriente, de aquel hermano unido a ella, aquel idealista de sus origines, y de aquel que amó sin saberlo hasta su inevitable final.
De pronto, las puertas del castillo se abrieron sorpresivamente, como si reaccionaran de manera natural al dolor de la guerrera, anunciándole un camino por corredores misteriosos. Dejando, no sin pesar, el cuerpo de su amado, observando nostálgicamente una última sonrisa en su rostro, se dispuso a marchar hacia los interiores de la fortaleza, casi siendo empujada a cada paso por una fuerza invisible. Llegando ante unas puertas fortificadas, omitió hacerse la pregunta de lo que le esperaba en el otro lado, ya que una voz susurrante dentro de sus pensamientos le avisaba sobre su certero futuro.
Abriéndose las enormes puertas, lo primero que captó su atención fue el brillo azulado en el centro del gran lugar, en medio de dos enormes estatuas, una de un hombre y la otra de una mujer, los primeros hermanos, Yu y Jin, ella suponía.
Cuando dio el primer paso, un dolor punzante le recordó que Vulcdren había muerto, y todas las lágrimas que aún permanecían en su rostro no le eran suficientes para mitigar tal culpa. Pero así, continuó su camino, hasta estar frente al objeto que había protegido todos estos años, frente a la orquídea eterna a la espera de su auténtico dueño. Un silencio la mantuvo a la expectativa, ya que aquella voz susurrante la abandonó hace poco, pero el instinto surgido de años de dolor, le movieron a decidirse, alzando la mano hacia la brillosa planta. El brillo la inundó, y tal fue su poder que la orquídea se desvaneció en el aire, comenzando así los temblores que provocaban la lenta destrucción del castillo a su alrededor. En ese momento lo supo: que ella, Shylin, hija del mundo ante sus ojos, era la verdadera elegida de ese poder.
Una vez que los vientos helados chocaron nuevamente contra su rostro, viéndose libre de su prisión mental, supo lo que tenía que hacer. ¿Qué poder milenario acababa de recibir?, ¿qué significado tuvo esperar tanto tiempo?, más preguntas le acercaban a una certera verdad: como lo que sucede entre el día y la noche, el ocaso representaba el fin de una cosa y el nacimiento de una nueva, así la sensación de la guardiana. El eterno conflicto estaba lejos de finalizar, pero ahora en su vivir, ante un mundo de confines abandonados, sintió incluso cómo su frío corazón, latía ardiente en su pecho, recuperando aquella extraña calidez, y aquella discreta sonrisa que le devolvía la esperanza, una vez más. 

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