El sonido del amor.
La
música retumbaba a más no poder, sacudiendo los cristales de aquella obscura
habitación, donde una figura permanecía sentada en una esquina mirando hacia
las ventanas. El silencio y la quietud se habían vuelto imposibles a causa de
la fiesta que los vecinos habían organizado para toda la colonia. A cada cambio
de canción, a cada retumbar de sonido, a cada risa de niño y adulto en aquel
lugar, hacían que la tensión creciera en el interior del ser que se escondía en
aquella esquina, no por ser alguien maligno, sino por la pequeña esperanza de
hacer del sonido más leve. Esperanza la cual concluiría como fallida. No
lograba concebir como nadie más se quejaba del sonido, ya que para él era
horrible, y más a esas horas. Odiaba los gritos, los pasos, la música, odiaba
todo aquello y estaba dispuesto a cualquier cosa por pararlo. Cualquier cosa
por volver a la quietud.
“Nunca
he molestado al mundo” se dijo “¿Entonces por qué viene a molestarme a mí?
Malditos, como los odio, como los odio…
Hubo
varios silencios entre sus pensamientos; la voz de su cabeza iba y venía
siempre teniendo la misma pregunta, “¿por qué soy el único que lo nota?” Se
preguntaba “¿Por qué nadie lo entiende? ¿Por qué nadie me entiende?”
Con casi lágrimas de rabia en sus ojos, esperó y esperó, pero la música y los gritos no se iban, por lo que al borde de la locura, salió de su escondite dirigido a la fiesta; el sonido se volvía cada vez peor, a cada paso escuchaba con más claridad las estridentes risas de los niños, las graves y alcohólicas voces de los adultos, y las inentendibles letras de las canciones. Rápidamente localizó el centro de la fiesta, y reconoció a los organizadores del ruidoso tumulto. Ellos lo observaron, y con un pequeño gesto de humildad, le preguntaron si quería bailar. Él no contestó, simplemente sacó su revólver y empezó a tirar balazos a todo mundo. Cuando se le acababan las balas, volvía a cargar con mucha habilidad, siempre contando cuantos llevaba: “treinta y uno, treinta y dos, treinta y tres”. No dejaba escapar a ninguno, y las risas se volvieron gritos a un compás arrítmico con la música que retumbaba por las calles. Al final, sólo quedó el de pie escuchando las canciones.
Caminó
unos pasos, y cuando apagó tranquilamente el equipo de sonido, disfruto de una
excitante sensación de quietud que jamás olvidaría. Había vuelto el silencio.
Pero de pronto, el silencio se había roto por unos pasos a sus espaldas, por lo
que volteó con revolver en mano encontrándose con una mujer de mirada rabiosa y
perdida, vistiendo apenas un saco sobre un suave camisón de seda; la mujer
también llevaba un revolver en la mano. Se miraron por un momento, luego
miraron sus armas, y luego miraron el lugar. Ambos comprendieron el porqué estaba
ahí el otro y sonrieron.
Él, acercándose a la mujer, le susurró anhelante: “¿Quieres ser mi novia?
Ella
afirmó con la cabeza. Soltaron las armas y empezaron a hacer el amor en medio
del silencio de los cadáveres.
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